Toda propuesta nace del conocimiento. Pretender sembrar la semilla de un cambio global a partir de un capricho personal o una visión parcializada de la realidad ha conducido, históricamente, a conflictos absurdos y terribles debacles con consecuencias gravísimas para la humanidad. Una mirada rápida a los principales proyectos políticos de los últimos tres o cuatro siglos, muestra la razón de esta afirmación. Tal vez no sea experto en ninguno de los aspectos que, a continuación, voy a abordar, pero mi condición de ser humano, habitante del planeta y testigo espacio-temporal de esta realidad, me confiere la autoridad necesaria para ofrecer un punto de vista general acerca de los principales elementos e instituciones que componen la vida humana en estos tiempos. Presento, a continuación, una serie de instantáneas acerca de la forma como se ve el mundo en el año veinte del siglo veintiuno, con el fin de establecer, lo más claramente posible, de dónde parto para proponer un cambio global en la organización de la humanidad.
La Tecnología
Actualmente, un alto porcentaje de la vida de los seres humanos se desarrolla en el entorno tecnológico. La mayoría pasamos el día pegados a un ordenador, a una laptop o a nuestros teléfonos móviles. Dispositivos que no existían treinta años atrás y, hoy en día, nos proveen de casi todo lo necesario: trabajo, educación, espiritualidad, entretenimiento, comida a domicilio, taxis, servicios médicos, servicios bancarios, amor, amistad, sexo, etc. Para bien o para mal, las redes sociales ocupan una gran cantidad del tiempo libre que tenemos: WhatsApp, Facebook, Instagram, Twitter, Tik Tok, Tinder o Grindr, entre otras, son aplicaciones que, casi obligatoriamente, encontramos en los teléfonos inteligentes de muchas personas que conocemos. Vivimos una especie de vida paralela en ellas, muchas personas parecen sentirse más a gusto con la “personalidad” que han construido para sí mismos a través de sus fotografías, sus memes, sus reflexiones personales o, simplemente, aquellas cosas que les gustan y que constituyen la suma de sus intereses y el norte de sus aspiraciones. Hacerlo simplifica sus vidas, los pone a salvo de la exposición directa, de la muchas veces, incómoda socialización y, más importante aún, les permite mostrarse del modo que más les satisface.
La tecnología ha recortado las distancias entre el mundo y los individuos, en lugar de ser Mahoma quien va a la montaña, ahora la montaña va a Mahoma. En lugar de ser nosotros quienes salimos diariamente a batallar con el mundo, los dispositivos y aplicaciones nos traen el mundo a la comodidad de nuestros hogares, en toda su increíble variedad. Ello ha determinado que cambie, también, la forma en que experimentamos la realidad: ya no nos conformamos con la realidad objetiva, que precede nuestra propia existencia -la mayoría de las cosas ya existían antes de que nosotros apareciéramos-, ni con la realidad subjetiva, que muestra el mundo de la forma particular que cada quien lo ve, ni mucho menos con las realidades intersubjetivas que, como dice Harari, constituyen el cúmulo de instituciones y acuerdos que hemos creado para regular la vida humana. Hoy en día, por primera vez en la historia, experimentamos la virtualidad como algo concreto y verdadero. La realidad virtual, que hace apenas unas décadas, parecía el discurso febril de los futurólogos, resignado al campo de aparatos y dispositivos enormes y a veces inimaginables, es ahora una moneda común. Es un fenómeno bien conocido el de los hikikomori adolescentes japoneses que deciden aislarse, voluntariamente, en sus habitaciones y tener todo contacto con el mundo a través de sus ordenadores y teléfonos móviles. Hace unos años, algo así hubiera parecido una locura y, al contrario, hoy en día muchos padres en todo el mundo deben, más bien, luchar para que sus hijos salgan de casa y socialicen un poco con los demás.
A cambio de facilitar de este modo su vida, la red ofrece a los humanos una muy conveniente curaduría de la información que circula en ella. No existe una regulación universal que abarque todas las cosas que es posible encontrar en la red: racismo, xenofobia, odio religioso, pornografía de todo tipo, adoctrinamientos políticos, sociales, espirituales, etc. El volumen de información al que estamos expuestos es tal que no alcanzamos a procesar sino un pequeño porcentaje del mismo. Es, entonces, donde la red -que es, al mismo tiempo, agente de la información buena y mala que circula en ella- nos vende sus servicios como cuidadoso seleccionador de lo que queremos y no queremos consumir. A través de una infinidad de algoritmos que evalúan constantemente nuestros gustos, las diferentes aplicaciones elaboran un perfil detallado de cada uno de nosotros y, de este modo, prepara el conjunto de ofertas que queremos ver, que nos quiere mostrar. Así, nuestro preciado libre albedrío, esa idea liberal de que somos sujetos independientes e individuales, queda reducida a una simple enunciación. Es verdad, somos nosotros los que decidimos, pero ¿qué tan libre es la decisión cuando se nos presentan así las alternativas? No hace falta remitirnos a los escandalosos casos del Brexit en el Reino Unido o de Cambridge Analytica en la pasada elección presidencial de los Estados Unidos, para ejemplificar este fenómeno. Miremos nuestro propio entorno digital, ¿qué información circula en él?, ¿cuáles son los datos que privilegiamos sobre otros?, ¿qué se nos ofrece, a diario, en las redes sociales? No ser conscientes de ello, es ser cómplices silenciosos de un juego no muy claro que utiliza la tecnología para dar dirección a nuestras vidas.
¿Cómo llegamos a esto? La mayoría de las personas, por más brillantes e inteligentes que sean, no parecen especialmente incómodas con la situación. Si el mundo se nos ofrece de esta manera, ¿quiénes somos nosotros para contradecirlo? ¿Para qué cambiar las cosas si todo esto supuestamente opera en beneficio de nuestra propia calidad de vida? El problema es la venta y uso inconsciente de nuestra información. En un mundo en el que ya las máquinas son capaces de hacer muchas cosas mejor que los humanos y en el que el modelo económico es el “capitalismo de casino” o de la especulación, según el cual produce más valor la conjetura sobre futuras pérdidas o valores que la producción real de bienes, nuestra información personal es el bien más preciado: ¿qué hacemos en nuestros ratos de ocio?, ¿qué libros leemos?, ¿qué películas vemos?, ¿qué productos de limpieza consumimos con mayor frecuencia?, ¿cuál es nuestra comida favorita?, ¿dónde hacemos, más frecuentemente, las compras?, ¿qué lugares visitamos habitualmente?, ¿dónde vivimos?, ¿dónde viven nuestras familias?, ¿con qué lugares del mundo nos comunicamos frecuentemente?, etc. En un mundo gobernado -así sea tácitamente- por la tecnología, la información es el motor del mercado. No contar con ella, es resignarse a producir a ciegas, sin tener claro un norte hacia el cual dirigirse. No parece importante porque nuestra propia información no nos cuesta, no está directamente monetizada, no tenemos inconveniente en aceptar vender todo de nosotros, con un simple click, a cambio de la posibilidad de compartir en la red las fotografías de nuestra vida y, al mismo tiempo, poder asomarnos gratuitamente a la vida de otros, a su intimidad. Tal vez si lo supiéramos, lo pensaríamos dos veces antes de aceptar el contrato que, aparentemente, nos da tanto a cambio de tan poco.
Tal vez en ello es donde está el mayor de los problemas, en que los grandes conglomerados tecnológicos, como Google, Facebook o Microsoft, entre otros, no nos cuentan toda la verdad. La ponen a la vista de todos en unos “Términos y Condiciones” de eterna lectura que nadie se toma el tiempo de revisar porque están escritos y diagramados en letras tan pequeñas y párrafos tan grandes, con tal número de artículos, incisos y excepciones, que su sola visión nos desanima a revisar. Todos vamos directamente al botón “Acepto” y pasamos, sin mayor problema, a disfrutar los beneficios de esa nueva aplicación. No nos costó un centavo, no nos tomó un minuto, pero a cambio, le perteneceremos para siempre al sistema. ¿Ha, el lector, intentado alguna vez cerrar su cuenta de Facebook? Incluso los muertos no se descargan habitualmente del sistema, su información sigue estando, para siempre, allí, a disposición de todos los usuarios del mundo. Igual ocurre con las empresas que alguna vez se formaron y luego se acabaron, si el dueño no tiene a bien cerrar sus perfiles, estos continúan activos creando una gran cantidad de basura en la red y, además, abriendo la puerta para que los inescrupulosos puedan cometer fraudes, phishing y otros crímenes informáticos.
De otra parte, el futuro nos muestra un panorama aún más complejo. La inminente irrupción de la tecnología 5G, con la cual la velocidad de conexión móvil se hará diez veces más rápida que en la actualidad y el tiempo de latencia -o de respuesta de la red- se reducirá aún más, hará que podamos conectarnos e interactuar casi en tiempo real. Habremos, entonces, eliminado las distancias y eso cambiará significativamente nuestra forma de vivir. Asimismo, todos los electrodomésticos de la casa y la oficina podrán estar interconectados, igual que los robots, drones y vehículos autónomos, para compartir información permanentemente con nosotros. La automatización de la vida es inminente, pero ello también traerá un enorme consumo de energía que obligará a buscar fuentes alternativas y podría acarrear problemas para salud humana. En el caso de la tecnología 5G, ya hay quienes mencionan -sin que aún se haya comprobado- que la radiación de estos nuevos aparatos es altamente peligrosa para los organismos y podría ser responsable de los casos más letales del coronavirus en Wuhan, la primera ciudad del mundo en implementar totalmente esta tecnología.
El cambio ya es imparable y el valor de la tecnología incuestionable. Como dije al comienzo de este capítulo, hoy en día, el mundo se mueve gracias a ella. Las organizaciones humanas tal y como las conocemos, con sus instituciones sociales y políticas, con su neoliberalismo económico, su capitalismo salvaje y sus velocidades inverosímiles, solo son posibles gracias a su intermediación. La cuestión es, entonces, cómo diseñar un modelo que recupere el lugar de la tecnología en su función de servicio a la humanidad y no al contrario. Un modelo que, sin llegar a convertirse en una tecnocracia, pueda usar todos los avances técnicos para el verdadero bien de la humanidad y no para el beneficio personal de unos pocos o de ciertos sectores privilegiados del llamado primer mundo.
La Comunicación
Si bien la tecnología es el lenguaje que, hoy en día, quiere hablar todo el mundo, la comunicación es el código de dicho lenguaje. En medio de una crisis que ha demostrado cómo sectores que, tradicionalmente, lideraban el progreso -el transporte o los combustibles, por ejemplo- comienzan a perder relevancia, el sector de las comunicaciones emerge como el medio ideal para mantener unido a un mundo que, cada vez, se aísla físicamente más, pero se une virtualmente en la búsqueda de solidaridad y supervivencia. Para ello se requieren, constantemente, mensajes muy claros y concisos, poderosos y significativos, que le muestren al ser humano que la proximidad sigue estando ahí, solo que ha cambiado y, por eso mismo, requiere de otras habilidades para hacerse parte de ella. Hoy en día, no solo niños y jóvenes inundan de mensajes las redes sociales, sino que también las personas mayores han tenido que trabajar en su analfabetismo tecnológico si es que quieren hacer parte de las conversaciones y los modos de interacción que demanda el mundo contemporáneo. Las compañías que ofrecen servicios de telecomunicaciones, relaciones públicas, publicidad y similares, cobran renovada importancia al construir el modo en que se hace llegar el mensaje a las personas. Sin un buen asesor de comunicaciones, una empresa que produce y vende licores, por ejemplo, en estos tiempos de coronavirus estaría condenada a mermar significativamente sus ganancias a consecuencia de la cuarentena.
Por otra parte, las formas de la comunicación han cambiado significativamente. En la antigüedad, la comunicación oral era suficiente para dar cuenta de todo lo que ocurría en el mundo y, como resultado de ello, el universo humano estaba lleno de creencias, seres mitológicos y espantos que determinaban formas de comportamiento sencillas pero eficientes, las reglas básicas de un código moral que se seguía al pie de la letra. Así nacieron los cultos y las religiones. Luego, gracias a la imprenta, se dio origen a una nueva forma de comunicación que permitió que los mensajes llegaran a todos en su propia lengua. Entonces, todo empezó a complicarse: la era de la industrialización trajo consigo nuevos desarrollos tecnológicos como la telegrafía, la radio, el cine y la televisión. Con cada uno de esos nuevos inventos, la comunicación humana evolucionaba hacia formas distintas, se pasó de la comunicación escrita a la audiovisual y los lenguajes de los que se servía cada una de ellas vinculaban otros sentidos: la vista, el oído y nuestra concepción del tiempo y el espacio cambió según lo que proponía cada medio. Al cambiar los lenguajes, también cambió la mente humana, la creatividad se expandió hacia nuevos horizontes y nacieron grandes obras, nuevas formas de expresión. Pero también, la complejidad de esos nuevos lenguajes dio origen a otros modos de comunicar que no todo el mundo entendía y transmitían mensajes terribles en formas socialmente aceptadas, como en el caso de la publicidad subliminal.
Con los nuevos medios, también los tiempos de espera se acortaron. Ya no era necesario desplazarse hasta un lugar para saber cómo era, un solo vídeo podía transportarnos a las imágenes y los sonidos de este. Sin embargo, desde la llegada masiva de la Internet el mundo no ha vuelto a ser el mismo. El lenguaje de las páginas web y de las redes sociales es aún más rápido y conciso, un solo gif, un solo meme transmite en cuestión de segundos toda la idea de un chiste o de una reflexión profunda. No es que ya no haga falta la comunicación oral o que una imagen valga más que mil palabras; no es, tampoco, que la música reemplace a las imágenes, es solo que las nuevas comunicaciones pasan por nuevas formas de pensar entre los humanos quienes, ahora privilegian la rapidez y sencillez del mensaje, por encima de los contenidos profundos y complejos. La moraleja es, entonces, muy clara: la sencillez de la comunicación debe aplicarse a todas las cosas. No hacen falta intermediaciones ni interpretaciones de ningún tipo. Un código moral, por ejemplo, debe ser claro para todos, independientemente de su nivel educativo o su procedencia. La información ha de ser puntual, como un mensaje de texto y tan universal como un gif.
En el siglo XXI ya empezamos a vérnoslas con todos estos fenómenos. Los medios, los negocios, las industrias y las instituciones ya han tenido que ir repensándose para adaptarse a lo que les piden sus nuevos clientes y sus nuevas audiencias. Los grandes discursos ideológicos ya no convencen, el mundo actual demanda más y mejores experiencias que resignifiquen, incluso, cosas tan comunes como adquirir bienes y servicios. No verlo es resignar la posibilidad de insertarse adecuadamente en las nuevas lógicas del mercado y en el ritmo de la vida humana, en general. En ese proceso, las comunicaciones serán un pilar fundamental, pero ya no aquellas que parten de un solo lugar o un conglomerado de medios al servicio de un partido político o cualquier otro grupo ideológico. Las comunicaciones de nuestro tiempo son producidas, al instante, por los millones de usuarios en las redes, una sola persona puede hacer un vídeo que se vuelve viral en cuestión de horas y llega, incluso, a desestabilizar a los organismos del poder en un país determinado. Ello no es necesariamente bueno ni obligatoriamente malo, es simplemente lo que es. De la mano de este fenómeno nacen las llamadas fake news -noticias falsas- pero, al mismo tiempo, gracias a esto, la voz de todos es escuchada y, por ejemplo, empiezan a ganar terreno en los medios discursos de grupos antes segregados como la población LGTBI, las poblaciones indígenas, ciertos grupos étnicos en todo el mundo e, incluso, los renovados movimientos feministas.
El Pensamiento
No soy tan ingenuo como para pretender hacer aquí una instantánea global de la filosofía actual en el mundo. Sé de su infinita complejidad y de la multiplicidad de enfoques, teorías y modelos que, hoy en día, en todas las universidades y centros de pensamiento en el mundo se están desarrollando. En consecuencia, y aún a riesgo de parecer tremendamente simplista, insistiré en mantener el subtítulo de este apartado y solo limitaré mi análisis a señalar algunos aspectos relevantes de ciertas tendencias del pensamiento que, actualmente, afectan o moldean el tipo de sociedad que somos y que, con suerte, un día serán útiles para el modelo de red equitativa que, en la segunda parte de este texto, explicaré.
En el entendido de que toda selección es caprichosa y, por tanto, puede aún estar lejos de llamarse objetiva, digamos que llama la atención la sorprendente vigencia del neoliberalismo en nuestras sociedades. Es llamativo el hecho de que más de un siglo después de su surgimiento, las ideas liberales del individuo, la producción o el libre mercado, sigan vigentes y con renovada aceptación por parte de muchos de los habitantes del planeta. Es verdad que la persistencia de un modelo como este ha ampliado enormemente la brecha de la desigualdad entre ricos y pobres y, sin embargo, ni dos guerras mundiales y dos revoluciones ideológicas y políticas en el siglo pasado, lograron derrotar el modelo capitalista y reemplazarlo por uno comunista, sostenido en el largo plazo, para todas las naciones del mundo.
Por el contrario, el tiempo le dio la razón a quienes imaginaron un mundo con mercados libres, en el que cualquier estrategia implementada para incrementar la producción fuera válida -incluyendo el crecimiento incontrolado de algunas empresas dando, incluso, origen a grandes monopolios- e impidiendo el surgimiento exitoso de pequeños proyectos productivos que no cuentan con cantidades de capital suficientes para competir efectivamente con las grandes industrias del planeta. Ello ha creado una desigualdad económica muy marcada y sin la mediación de un conflicto bélico mundial o una catástrofe natural, como ocurrió muchas veces en el pasado. Aunque sea una idea bastante trillada, hoy en día los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. La idea de movilidad social parece, cada vez más, una utopía en la que se promueven la educación especializada y la inserción en la vida laboral, pero el individuo, generalmente, no llega a más que a insertarse en algún punto del engranaje de la producción o la prestación de servicios.
La tecnología y las comunicaciones -otra vez- están dando origen a nuevas formas de producción, como los contenidos, reforzando su propio modelo en el que la información se convierte en un bien de primera necesidad para el funcionamiento de la sociedad. Así surgen, en el entorno diario, figuras como las de los YouTubers e Influencers, que a base de generar contenidos sencillos en redes sociales -la mayoría referentes a temas comunes de la cotidianidad individual- terminan por hacerse un lugar en el universo cognitivo de los consumidores. Esto, que bien podría parecer una simple moda o un hecho anecdótico del momento histórico en que vivimos, tiene profundas implicaciones en la forma como las generaciones jóvenes empiezan a ver el futuro. La idea de “triunfar en la vida”, por ejemplo, ya no está necesariamente asociada a un largo proceso educativo que les permita capacitarse profesionalmente ni, mucho menos, se aspira a conseguir un empleo en una compañía importante que ofrezca garantías económicas y de seguridad social para la posterior formalización de una relación emocional que conduzca a una familia y a la reproducción de la especie. Esas ideas de desarrollo personal parecen, ahora, ser cosa del pasado. Todo parece indicar que, en nuestros días, la simplicidad se impone. Lo fácil, lo rápido, lo que no demanda demasiado esfuerzo por parte del individuo, tanto productor como destinatario, es mucho más apetecido por todos. En ese sentido, y entendiendo que los esfuerzos requeridos para ello son igualmente importantes, en años recientes han empezado a ganar mayor aceptación posibilidades de vida en profesiones que anteriormente, al menos en el tercer mundo, eran habitualmente desdeñadas, como ciertas artes o el deporte.
El culto al individuo sigue estando, entonces, en uno de sus puntos mas altos. La sociedad alienta a las personas a entrar en una especie de juego de “sálvese quien pueda”, en el que nacer en una cierta clase social pareciera seguir determinando el futuro que nos espera. Por supuesto, nada de esto se dice abiertamente y, por el contrario, los medios muestran a la gente todo un abanico de posibilidades que están disponibles, a la vuelta de la esquina, para todos aquellos que tengan cómo pagar por ellas. De la mano del individualismo, el culto al cuerpo y las formas alternativas de espiritualidad han ganado terreno. En el primer caso, la estética fitness que se moviliza desde los medios masivos de comunicación, así como desde las redes mismas, pone al cuerpo como una mercancía de importancia suprema para el buen desarrollo de esa vida social-virtual en que nos movemos. El ideal de belleza responde hoy, más que nunca, a cuerpos perfectos, moldeados por dietas súper rigurosas y rutinas de ejercicio muy exigentes que se pueden seguir en gimnasios o en la comodidad del hogar. Desde la perspectiva de la salud esta idea no es negativa, por supuesto. Si bien la tecnología está promoviendo -de un modo u otro- el sedentarismo, el ejercicio se ha convertido paulatinamente en una conducta normalizada, no exclusiva de los deportistas profesionales. Al tiempo que cambian los modos de producción y la interacción social se altera, en los centros urbanos la gente empieza a buscar modos de vida más saludables, que les permitan adaptarse mejor a esta nueva realidad.
Es cierto que, con el acceso libre a la tecnología y a la producción de contenidos, también se empiezan a abrir paso discursos y estéticas que refuerzan la idea del aceptarse tal y como se es, pero el tránsito que esos discursos aún tienen por hacer hasta convertirse en un dictamen aceptado por todos, puede aún ser largo. Respecto a la espiritualidad, aunque este tema será abordado en detalle un poco más adelante, la posibilidad de elegir sus propias creencias y hacerlas públicas en las redes, confiere al individuo más confianza en sí mismo y le da la sensación de que su modo particular de ver el mundo es correcto y digno de ser compartido por otros.
Algunos teóricos de la actualidad señalan que ese culto al individuo está comenzando a derrumbarse por cuanto ya no somos el centro de la vida social y, más bien, somos divisibles (in-dividuo = indivisible). Prevén un futuro en el que todos los procesos sean realizados por dispositivos robóticos o ciborgs, y en el que los seres humanos, poco a poco, dejaremos de ser indispensables porque habremos llegado a un punto en el que las carencias propias de la humanidad serán compensadas por la perfección que ofrece la tecnología. En un mundo así cabrá pensar, entonces, ¿cuál ha de ser nuestro rol? ¿Cuáles han de ser los objetivos de la especie misma?
La Educación
De la mano con esas nuevas formas de pensamiento, la educación del siglo XXI se mueve -y debe moverse- hacia nuevos horizontes. Ya que los intereses cognitivos del grueso de la humanidad parecen ir desplazándose desde la mera adquisición de conocimiento hacia el desarrollo de habilidades técnicas y vocacionales que faciliten su inserción en el mundo tecnológico, la educación comienza a reorientar sus propuestas de acuerdo con esa demanda. Universidades, centros de formación e institutos han debido trabajar en el diseño y puesta en marcha de diplomados virtuales, talleres y cursos alternativos de corta duración y con contenidos sencillos, a través de plataformas tecnológicas en red, para responder al creciente mercado que se está ofreciendo. En este sentido, sectores como el de la enseñanza de idiomas ya se encuentra 100% digitalizado en sitios web que ofrecen autoaprendizaje, con talleres 24/7 y clases personalizadas siempre que el usuario lo requiera.
Sin embargo, el panorama es mucho más complejo. En la actualidad, para muchas personas del mundo, la educación todavía es un lujo. Pese a los esfuerzos de todos los países por brindar, al menos, una educación básica gratuita, algunas estructuras estatales y las dificultades para extender el cubrimiento tecnológico, aún no permiten llegar a todas partes y, en consecuencia, el conocimiento sigue siendo un bien elitista. De acuerdo con la ACNUR, en 2017 -hace apenas tres años- había en el mundo 785 millones de personas que no sabían leer ni escribir. Muchas de ellas, probablemente, tampoco tienen acceso a la tecnología. Sin embargo, ésta, bien utilizada, podría zanjar las dificultades derivadas del analfabetismo y educar a la gente utilizando recursos audiovisuales, por ejemplo. Pero no vayamos tan lejos, pensemos, por un momento, que no saber leer y escribir no son problemas graves para una persona en el siglo XXI. Concentrémonos en aquellos que sí lo saben, que pudieron asistir a la escuela secundaria y que quieren continuar sus estudios yendo a una universidad o a una institución tecnológica. Al menos, en la mayoría de países de América Latina, pero también en el Asia, Estados Unidos u Oceanía, ese es un paso muy costoso. Con excepción de algunos países de Europa, donde la educación universitaria es gratuita, en el mundo la mayoría de las instituciones de educación superior son privadas y sus costos son, generalmente, altos. Las universidades públicas no dan abasto para cubrir las necesidades de la población y, generalmente, están desfinanciadas o apenas sobreviven con el auxilio de los Estados. No ocurre en todos los casos ni en todos los países, pero es un hecho que afecta a millones de personas en esta parte del mundo. La consecuencia es que muchas de esas personas segregadas de la educación, deben trabajar fuertemente para acceder a instituciones de no muy buena calidad académica para obtener un título y poder insertarse en el mercado laboral.
En vista de una desigualdad tan grande, las prioridades de la gente también han ido cambiando. La globalización hizo de los medios una ventana al mundo y así todos nos enteramos, en tiempo real, de todo lo que es tendencia en el planeta: moda, música, arte, entretenimiento, tecnología y, como tal, todos queremos ser partícipes de lo que pasa allí, más allá de los límites físicos de nuestro entorno. La situación económica muestra las enormes dificultades que, a veces, nos distancian de ese bienestar que podemos ver allí mismo, en el móvil, gracias a las redes sociales y comienza a pensarse en formas alternativas de acceder a eso que se nos muestra como un ideal de vida. Jóvenes de todo el mundo sueñan, entonces, con ser millonarios deportistas de la talla de Lionel Messi o Cristiano Ronaldo, ídolos que eligieron un camino distinto al de la educación formal y obtuvieron una calidad de vida que le sirve de ejemplo a muchos, alrededor del mundo. Es una alternativa perfectamente válida, no se puede caer la falacia de que la escolarización es la única vía y que, en consecuencia, quien no siga ese camino está condenado a una vida mediocre. Esa es más una visión de la modernidad. Hoy en día, la mayoría de las personas son libres de hacer lo que quieran, los medios se abren como un abanico de oportunidades que permiten elegir y, con ello, garantizan también el ejercicio pleno de la libertad. Otros, sin embargo, deciden irse por el camino de la ilegalidad. Al fin de cuentas, ese ideal de vida al que todos aspiran no tiene una única vía moral de llegada y si pensamos como tantos, que el fin justifica los medios, muchos no ven mayor problema en proceder de este modo. Es, en este punto, donde la sociedad debe hallar formas para prevenir ese fenómeno garantizando estrategias de inclusión más efectivas y un apoyo permanente a todos los individuos.
De modo que no es posible concebir una educación que se aleje de los ideales de la gente, así como tampoco esos ideales -que son, en últimas, los del mercado- pueden dictar, a su propio capricho, los objetivos de la educación. Es necesario hallar un punto medio que haga coincidir los intereses de unos con los objetivos de la otra. Para ello, como mencionamos un poco más arriba, la tecnología nos da una mano facilitando el uso de plataformas, cada vez más potentes, gracias a las cuales es posible llegar a lugares más lejanos y hablándole a la gente en su propio idioma para que el mensaje pueda ser recibido de un modo efectivo. Con ese propósito, la educación debe repensarse en su totalidad, para generar contenidos debidamente adaptados a las necesidades de la gente, que promuevan el desarrollo de las competencias necesarias para moverse en el mundo de hoy y que evalúen, no desde las tradicionales escalas alfanuméricas, sino desde los desarrollos prácticos del estudiante. En este sentido, experiencias como la Pedagogía Waldorf, señalan un camino que explora el desarrollo de la creatividad y la autonomía de los niños para fortalecerlos como individuos. Si bien este modelo ha recibido críticas debido a su separación del método científico tal vez, por vías alternativas como esta, sea posible formar individuos más seguros de sí mismos y, por ello, más tendientes a generar otras miradas sobre la realidad. Al igual que la comunicación, la educación debe ser la forma ideal de aproximarse a las personas para hacerlas más felices, competentes y ayudarlas a responder mejor a las necesidades del mundo contemporáneo.
Las Creencias
Tal vez, como nunca antes, hoy asistimos a un momento en el que la humanidad revitaliza antiguas creencias, por años ignoradas o borradas de un trazo por efecto de la colonización o el desarrollo, y les permite coexistir con los credos y cultos tradicionales que, históricamente, se han profesado bajo el nombre de “religión”. Por más de veinte siglos, el judaísmo, el cristianismo y el islam han impuesto su doctrina en la mayor parte del mundo, desconociendo la trascendencia de otras religiones y cultos no menores, como el de Mayas, Aztecas e Incas en América, el hinduismo o el budismo en la India, o incluso, el taoísmo en la China, así como muchísimos cultos religiosos en el continente africano. Dado el eurocentrismo dominante en el mundo occidental durante los primeros siglos de nuestra era, estos otros cultos religiosos fueron desdeñados sistemáticamente y todo el mundo se vio obligado a profesar la fe que los detentadores del poder imponían. Con el paso de los siglos y la revitalización del mundo animista, la humanidad ha vuelto a mirar a estas creencias, muchas de las cuales hablan de la fuerte relación del ser humano con la naturaleza y con todos los seres vivos, lo cual coincide con una nueva mirada del mundo, mucho más holística e incluyente.
El resultado de esta especie de “nuevo despertar” a las múltiples formas de lo sagrado, es una hibridación religiosa en la que, cada cual, pareciera hacerse un culto a la medida de sus necesidades. Una misma persona, que por razones familiares fue bautizada en el cristianismo, sigue los preceptos budistas para alcanzar la iluminación, practica yoga tres veces a la semana y estudia el Talmud por razones filosóficas. Esa misma persona podría, también, tener algún contacto con los ritos chamánicos de las tribus indígenas americanas como la toma de yagé o el mambeo de hojas de coca. Excepto en países donde grupos religiosos de extrema ejercen, al mismo tiempo, el poder político y militar, en este momento histórico nada le impide al ser humano manejar sus creencias de la manera que quiera. La libertad de cultos se acepta en muchas sociedades del mundo y la tecnología seguirá promoviendo la ruptura de los límites estrictos que separan un credo de otro. Este fenómeno, lejos de crear confusión entre los creyentes, les está mostrando otras formas de vivir lo sagrado y lo profano, promoviendo el bienestar del ser humano por encima de toda consideración.
A pesar de la prevalencia de las grandes religiones, no creo que su hegemonía vaya a durar para siempre. El acceso libre a la información es, al mismo tiempo, el boleto de entrada a una humanidad más crítica de sus instituciones sociales y culturales. No creo, tampoco, que el futuro depare una unificación total de cultos y creencias, pero sí que los límites entre unos y otras tiendan a hacerse más difusos. Ello permitiría, al tiempo que se mantienen las necesarias diferencias, encontrar lo que tienen en común y pensar en una moral global que surgiera del acuerdo común y pudiera ser transversal a todas. Es un hecho que figuras como el Papa, el Dalai Lama, los rabinos judíos, los mulá musulmanes, los patriarcas ortodoxos o los chamanes indígenas, siguen siendo figuras con peso político en sus comunidades y ello permitiría que todas se sentaran a negociar, con algún éxito, sobre lo fundamental: el ser humano.
Aprovechar el liderazgo de figuras como estas, que siguen siendo importantes en la configuración social, sería fundamental para hacer del factor religioso un elemento de cohesión y no de separación en el siglo XXI. Sabemos que afirmaciones como estas bien pueden hacer sonreír con incredulidad a los escépticos, pero qué si no eso es la utopía. Un mundo en que el que las creencias religiosas promuevan y practiquen, efectivamente, el respeto por la diferencia ideológica, es ideal para una sociedad que entra en una nueva era en la que, gracias al avance de las comunicaciones, todos los creyentes son iguales en tanto tienen acceso a las mismas posibilidades. Sobre la base de una verdadera igualdad moral, que trascienda todas las instituciones y grupos sociales, sería posible pensar en una efectiva convivencia social en paz. Ese, quizá, sea uno de los mayores retos de la humanidad en los años que vienen.
La Economía
Al igual que cuando se habló del pensamiento, unos párrafos más arriba, es importante señalar que tampoco pretendo hacer un análisis exhaustivo sobre la situación económica global, no solo porque carezco de la formación necesaria para hacer un texto de esa envergadura, sino porque ese no es el propósito de este documento. De lo que se trata este ejercicio, es de exponer una serie de posturas -imágenes, si se quiere- respecto a cómo se perciben, desde el común, los principales movimientos de la economía mundial que, de un modo y otro, afectan nuestra vida cotidiana. Desde esta perspectiva, uno encuentra que el mundo sigue siendo manejado por las grandes economías que ya lo gobernaban en la parte final del siglo XX. Aunque los más recientes acontecimientos estén asestando un golpe brutal a la economía de mercado, todo parece indicar que el capitalismo seguirá siendo el modelo económico imperante, aunque de acuerdo con teóricos contemporáneos como el esloveno Slavoj Zizek o el surcoreano Byung-Chul Han, podría sufrir importantes modificaciones en el corto plazo.
De momento, el panorama nos muestra que los Estados Unidos y China continúan disputándose el dominio de los grandes mercados del mundo. Apenas unos meses antes de que se desatara la crisis del 2020, la guerra de aranceles que estos dos países venían adelantando, ya comenzaba a afectar el comercio mundial en varios frentes. Y de ellos, quizá el más afectado de todos fuera la tecnología, ya que es el escenario donde se llevarán a cabo la batalla por los mayores avances en el siglo XXI. A mediados de 2019, desde Washington se acusó a los chinos de hacer espionaje al gobierno norteamericano a través de los teléfonos celulares que venían desde ese país. Como resultado, sobrevino un veto a la utilización teléfonos móviles chinos entre los funcionarios del gobierno norteamericano y una prohibición de que estos móviles utilizaran el sistema operativo Android, de origen estadounidense. Los chinos respondieron comenzando a desarrollar, en tiempo récord, su propio sistema operativo y, al parecer ya tomaron la delantera en el desarrollo de la tecnología 5G, con lo cual los norteamericanos, aparentemente, comienzan a rezagarse en la carrera por dominar el mercado tecnológico.
Todo esto tiene importantes implicaciones en el comportamiento de la economía global, ya empieza a verse cómo los apoyos políticos dependen las relaciones comerciales entre una nación y otra. Ya no es, sin embargo, la búsqueda de la primacía de poderes en un campo determinado -como ocurrió con la carrera armamentista durante la Guerra Fría- sino la búsqueda frenética de unos y otros por hacerse a la mayor cantidad de clientes y mercados en todo el mundo. En medio de esta disputa comercial, los países reunidos en bloques de cooperación política y económica, como la Unión Europea, desarrollan su propia industria y adelantan sus propias operaciones comerciales para proteger sus economías domésticas. Aquellas economías emergentes que no forman parte de uniones tan sólidas como esta -América Latina, el Caribe, África o Indochina- están a merced de tratados comerciales, muchas veces leoninos, con unos u otros, quedando sujetos a condiciones altamente inequitativas o a deudas prácticamente impagables.
Por otra parte, la dependencia del petróleo como producto principal en la economía mundial empieza a resquebrajarse. Ante la crisis de la OPEP -Organización de Países Exportadores de Petróleo-, se ha desatado una batalla comercial por alcanzar el liderazgo único por el vacío de poder que Venezuela y algunos países del Medio Oriente han creado, debido a problemas políticos internos. De esta manera, los árabes y rusos se perfilan como actores principales en una disputa que tiene como arma principal el desplome del precio del barril de petróleo, hasta por debajo de los 20 dólares. Con precios tan bajos, solo aquellos países cuyas reservas internas son verdaderamente altas podrán mantener sus economías a flote. Por el contrario, países cuya producción es poco significativa, pero aún así, importante para sus finanzas locales empiezan a sufrir una contracción económica importante, que podría llevar a una crisis de grandes proporciones. Como resultado de este fenómeno, es probable que muchos de estos países deban solicitar ayuda al FMI -Fondo Monetario Internacional- o al Banco Mundial, incrementando su deuda externa y, como tal, impidiendo un verdadero crecimiento global que garantice la calidad de vida de sus habitantes.
Como se ve, la situación podría convertirse en una verdadera bola de nieve que arrastre a millones de personas bajo la línea de pobreza, al tiempo que continúa haciendo aún más ricos a unos pocos. De acuerdo con OXFAM, en un informe publicado el 20 de enero de 2020, antes del Foro Económico Mundial, “los 2153 milmillonarios que hay en el mundo, poseen más riqueza que 4600 millones de personas (un 60% de la población mundial)”, esto nos da una idea clara de cuán inequitativa es la concentración de la riqueza en el mundo y de cómo esa diferencia tiende a ser aún mayor con estrategias técnicas de mercado, aparentemente inofensivas, como la minería de los datos. La actual inequidad es el resultado del capitalismo salvaje que, de un modo u otro, aceptamos y promovemos como modelo de desarrollo al comprar bienes y adquirir servicios de las compañías multinacionales que inundan el mercado y colman los medios con mensajes para incentivar el consumo masivo. No es nuestra culpa, sin embargo, es la forma en la que se nos presenta la realidad y, en la mayoría de los casos, no tenemos más alternativa que hacernos parte de la maquinaria. ¿Y si hay tanta gente, en teoría pobre, cómo es posible que aumente el consumo? Debido al crédito, los bancos prestan dinero a millones de personas que aún no lo han ganado y, con ello, se estimula el dinamismo en la economía en los países. El resultado es una enorme clase media terriblemente endeudada, una enorme clase baja, que aspira a consumir tanto como la clase media lo hace y una reducida clase alta, que se beneficia a montones.
Sin embargo, una economía basada en el crédito es, igualmente, una bomba de tiempo. En tanto los bancos flexibilizan más las condiciones para prestar dinero, mayor cantidad se pone a circular y mucho más ganan estos por los intereses de los préstamos. Pero, al mismo tiempo, cuando las condiciones económicas globales no son buenas, las formas de empleo varían y, entonces, el riesgo de un no-pago masivo amenaza la estabilidad de todo el sistema. Casos como esos se vivieron apenas hace poco más de una década en los Estados Unidos, donde la llamada “Burbuja Inmobiliaria” estalló cuando los clientes no pudieron seguir pagando sus hipotecas flexibles y terminaron perdiendo sus casas y su dinero y, como consecuencia, la economía norteamericana sufrió una fuerte recesión entre 2007 y 2009. El gobierno se vio obligado a intervenir inyectando miles de millones de dólares para préstamos y rescates especiales que, varios años después, finalmente lograron estabilizar nuevamente la economía del país.
El modelo económico actual es, entonces, muy peligroso porque basa su estabilidad en una serie de enormes supuestos: la fortaleza de la moneda, la estabilidad del mercado, la confianza de los ciudadanos. La mayoría de las personas no entiende -o quizá no les importa- cómo funciona la moneda de su país, en tanto sirva como unidad de intercambio más o menos justa. No piensan en que, año tras año, la capacidad adquisitiva de su dinero es menor o que, regularmente, los estados imprimen más billetes para prestarlos en contratos leoninos a sus ciudadanos, endeudándolos más y comprometiendo gravemente su futuro en aras del consumo. Piensan, con temor o resignación, que este es el sistema que les correspondió en suerte y que, con todas sus carencias, mucho peor sería vivir bajo un gobierno totalitario o en una dictadura. Y, con ello, el sistema se mantiene gracias a la participación obligatoria de la gente, que tampoco se preocupa por las formas más crueles de este, como la explotación de miles de personas en las maquilas o en campos agrícolas del tercer mundo, por parte de multinacionales europeas y norteamericanas. Es, ni más ni menos, la esclavitud del siglo XXI a la vista de todos y con la anuencia de todos.
Por todo lo anterior, la búsqueda de una economía más segura y menos especulativa, será otro de los grandes desafíos que enfrente la humanidad en el futuro inmediato. De lo contrario, la estabilidad global seguirá moviéndose al capricho de la suerte.
La Política
Si bien la economía muestra variaciones tan significativas en los albores del siglo XXI, el mundo político no se queda atrás. El siglo anterior vivió grandes hitos como la caída del zarismo y la implantación del modelo comunista en Rusia, su complejo apogeo tras la Segunda Guerra Mundial y su estrepitosa caída tras años de Guerra Fría con los Estados Unidos. En Europa las dos guerras mundiales llevaron inestabilidad y caos a la mayoría de las naciones, involucradas o no en el conflicto, generando vacíos de poder en algunos países y fortaleciendo la hegemonía en otros. Al tiempo que, en gran parte del globo, se llevaba a cabo la confrontación, las jóvenes naciones independientes en América Latina trataban de fortalecer sus nacientes democracias y terminaron cayendo, mayoritariamente, en dictaduras militares de varios años que contaban con el apoyo de alguna de las grandes súper potencias que dejó la Segunda Guerra: Estados Unidos o Rusia.
Tras la inestabilidad global que dejó ese conflicto, numerosas colonias africanas aprovecharon para adelantar sus propios movimientos independentistas que terminaron por dejar los nuevos países en manos de dictaduras tribales, generalmente corruptas y ajenas a las enormes diferencias étnicas que tenían lugar internamente. El resultado fue un sinnúmero de guerras civiles en países como Ruanda, Nigeria o Mali, que diezmaron la población y dejaron las naciones en difíciles condiciones económicas, sociales y políticas durante la segunda mitad del siglo pasado. Algunos de esos conflictos se han extendido, incluso, hasta la actualidad, obligando a grandes cantidades de población a huir de los conflictos armados en sus naciones, desplazándose hasta las fronteras con otros países donde viven, en precarias condiciones, en campamentos de refugiados organizados con ayuda de la cooperación internacional. Ello ha generado, al mismo tiempo, una migración masiva ilegal de personas que buscan llegar, de cualquier manera, al continente europeo a través del Mar Mediterráneo en tres rutas principales: Marruecos a España, Libia a Italia y Libia a Grecia. El resultado es una crisis humanitaria de grandes proporciones, ya que el fenómeno acarrea prácticas criminales como el tráfico de personas, la prostitución ilegal y la muerte de miles de inmigrantes en alta mar. Aquellos que, ya sea legal o ilegalmente, logran llegar a Europa entran a engrosar cinturones de pobreza en las grandes urbes de España, Italia o Francia, entre otras. Caso similar al que ocurre con los ciudadanos sirios que llegan, por miles, a Turquía, el Líbano y Jordania, donde sus condiciones de vida son realmente precarias.
Al otro lado del mundo, en la frontera entre México y los Estados Unidos, la situación no es muy diferente. Cada día miles de migrantes centroamericanos, principalmente provenientes de Honduras, Guatemala, El Salvador y México, tratan de pasar ilegalmente a los Estados Unidos en busca de una vida mejor que, en el siglo pasado se conocía con el prometedor nombre de “El Sueño Americano”. Las condiciones políticas, económicas y sociales de los países de América Central son precarias, especialmente debido a conflictos políticos internos y fenómenos de vieja data como la corrupción o el narcotráfico, con lo cual las condiciones de hambre y miseria que se viven en algunos de esos países obligan, constantemente, a sus pobladores a migrar hacia el norte. Por décadas, los norteamericanos mantuvieron una línea migratoria relativamente flexible que apoyaba a los migrantes de países como Cuba, con un propósito claramente político, pero tras años de recibir esa incontrolada ola migratoria, la más reciente administración del país, ha tomado la decisión de cerrar sus fronteras y construir un muro entre México y los Estados Unidos, para impedir la entrada de más migrantes ilegales. El resultado ha sido, una vez más, una creciente crisis humanitaria en las zonas fronterizas que unen ambos países y un conflicto social de grandes proporciones que amenaza con estallar en cualquier momento.
En el sureste asiático, conflictos como la Guerra de Vietnam o la Guerra de Corea, dejaron situaciones socialmente dispares, a mediados y finales del siglo pasado, en varias naciones de la región. Hoy en día, junto a florecientes economías en ciudades como Hong Kong o Singapur, crecen cinturones de miseria que acrecientan las diferencias socioeconómicas entre unos y otros. El caso de China, donde la Revolución Cultural, reactivó efectivamente los valores comunistas de la revolución de Mao Tse Tung, para marcar una clara diferenciación con el capitalismo de occidente, ha logrado -aún a costa de una represión brutal contra su población y el costo de millones de vidas humanas- sorprendentes resultados. El modelo chino da cuenta de una explotación, casi al límite, del ser humano para incrementar la producción del país y hacerla más competitiva a nivel mundial. De esta manera, produciendo a costos bajísimos, la economía china ha logrado posicionarse como el maquilador número uno de la industria del mundo, reduciendo así los costos de producción y maximizando, al mismo tiempo, las ganancias de las grandes multinacionales que acuden masivamente al gigante asiático para que manufacture y fabrique sus productos. Así, China se ha introducido subrepticiamente en el aparato capitalista y, desde dentro de él, ha logrado obtener los mejores réditos. Ello, por supuesto, le ha conferido un lugar de máxima importancia en el panorama geopolítico del mundo y, gracias a ello, algunos prevén que, en pocos años, su poder podría llegar a ser el más alto del mundo.
De la mano de los conflictos sociales y políticos del siglo XX, el mundo parece haber emprendido un viraje global hacia la democracia. Más de dos mil años de monarquías e imperios, en muchos casos con difíciles condiciones para la población, han posicionado a este sistema político como una especie de panacea, sin atender al hecho de que no todos los pueblos del mundo están preparados para ese tipo de organización. Conflictos bélicos como la invasión a Irak, en el que el sistema gubernamental fue desmontado por los norteamericanos, fracasaron en su intento por imponer un sistema más participativo en pueblos acostumbrados, por miles de años, a responder a un sistema de poder jerárquico y piramidal. En la actualidad, varias naciones europeas han seguido un modelo mixto al que llaman social democracia, en el que el estado interviene directamente la economía capitalista para promover la justicia social. Muchos otros países adoptaron modelos parecidos como las democracias parlamentarias o las democracias presidencialistas, pero todos coinciden en permitir la participación popular en la toma de decisiones colectivas. En esencia, suena muy bien, pero la democracia aún adolece de extenderse verdaderamente hasta terrenos donde las decisiones que tome el pueblo realmente puedan ser decisiones de largo plazo que transformen la vida de sus naciones.
La desigualdad social campea en el mundo del siglo XXI. De la mano de la economía, pero también de los conflictos políticos internos y externos, las naciones han labrado su presente bien sea en muy buenas, en regulares o en malas condiciones. El poder político ya no se centra únicamente en aquellos países que han ganado guerras mundiales, sino también, en aquellos que han sabido manejar su economía de acuerdo con las exigencias -muchas veces crueles- del mercado. Asistimos a un momento histórico en el que las tradicionales monarquías y los grandes imperios ya no dominan el mundo y, aunque en algunos casos se mantienen, ya no conservan la fortaleza y el poderío militar que decidían todo en el pasado. En casi todo el mundo, la dominación colonial ha terminado y ha dado paso a una dominación por medio de la economía global. El nuevo colonialismo es ejercido por la tecnología, las empresas que dominan el negocio de la Internet promueven invariablemente los valores estadounidenses y, de este modo, imponen en el mundo una especie de “imperialismo subconsciente” que todos abrazan porque la maquinaria del marketing, con ayuda de los perfiles que elaboran de los usuarios, muestra únicamente los momentos bonitos y vende la idea de un mundo fabuloso. No obstante, sólo aquellos que puedan pagar por él tendrán acceso al vasto mundo del futuro que se nos ofrece, al alcance de la mano, en nuestros teléfonos inteligentes. Los grandes conglomerados tecnológicos, como Huawei, Apple, Samsung, Google, Tesla o Microsoft, tienen el beneficio de manejar nuestra información y, con ello, pueden también imponer las reglas del comercio, la política, la educación e, incluso, la moral. Son quizá las empresas y no las instituciones sociales quienes rijan la vida del hombre en el siglo XXI.
El Cambio Climático
En medio de un contexto sociopolítico tan complejo, la preocupación por el futuro del planeta es otro de los grandes temas del siglo XXI. A todo lo largo de los últimos 150 años, la explotación de hidrocarburos y la minería han sido los motores principales de la economía mundial y, siguiendo la lógica expuesta en el punto anterior, de la política global. Sin embargo, esa dependencia casi exclusiva de los recursos naturales para mantener el desarrollo, comienza a “hacer agua” cuando vemos que fenómenos como la contaminación ambiental, la erosión de los suelos, las quemas sistemáticas, la explotación e, incluso, extinción de algunas especies animales o la escasez de agua y alimentos en algunas regiones del planeta, todo ello en beneficio de la generación de una riqueza que, indefectiblemente, se queda en manos de unos pocos.
Pese a que el cambio climático ha existido desde siempre, debido a lo cual a lo largo de la historia del planeta han existido glaciaciones, erupciones volcánicas y otros fenómenos naturales que han afectado la vida de todas las especies, durante la era post-industrial se han incrementado sus efectos y se ha despertado una consciencia global respecto de nuevos fenómenos como el calentamiento global y sus graves consecuencias para la economía, la sociedad y la misma supervivencia de la humanidad. De no tomarse correctivos inmediatamente, fenómenos como el aumento de la temperatura en el planeta, debido a la emisión incontrolada de gases de efecto invernadero por parte de las grandes industrias, aumentará el deshielo de los casquetes polares y continuará subiendo el nivel del mar, matando especies enteras de animales y plantas necesarias para el equilibrio del planeta. Asimismo, se pueden presentar inundaciones que arrasen con la gran mayoría de las urbes y poblaciones costeras en todos los continentes, con lo cual la pérdida de vidas humanas y la afectación a la economía podrían ser incalculables.
Algo parecido podría ocurrir con la agricultura que, desde el comienzo de la historia ha sido el factor de supervivencia por excelencia, dada la posibilidad producir insumos suficientes para alimentar la población mundial. En caso de seguir sufriendo alteraciones climáticas, podría presentarse un desabastecimiento global con consecuencias desastrosas para la humanidad. Salvo algunos lamentables casos, en países como Haití o Etiopía, la hambruna mundial ha sido controlada, pero de la mano del cambio climático, amenaza con volver a afectar a una población que ya sobrepasa, fácilmente, los siete mil quinientos millones de personas en el planeta.
Existe un consenso internacional respecto a la necesidad de tomar medidas urgentes para la reducción de gases de efecto invernadero, la reducción del agujero en la capa de ozono y el control de la explotación minera en detrimento de los recursos naturales en todo el planeta. Sin embargo, patrocinadas por el modelo neoliberal y el capitalismo, siguen adelantándose prácticas lesivas como la minería ilegal en áreas ecológicas protegidas o el fracking, que emplea cantidades enormes de agua para fracturar las capas tectónicas más profundas en la búsqueda de crudo y gas. Tales prácticas, nuevamente, tienden a proteger los intereses de grandes compañías multinacionales pertenecientes a gigantescos grupos económicos en todo el mundo. Los Estados Unidos y China aparecen como los principales responsables de las mayores emisiones de CO2 en el planeta, no obstante, en años recientes se han mostrado reacios a firmar los protocolos internacionales que propenden por la protección del medio ambiente, a través de la reducción de tales emisiones.
La protección consensuada y responsable del planeta y sus recursos debe seguir siendo un tema de capital importancia para las naciones del mundo, con miras a proteger no solo la calidad de vida, sino la supervivencia misma de la especie en el siglo que estamos comenzando. En ese sentido, organizaciones transnacionales como Green Peace o iniciativas personales como la adelantada por Greta Thunberg, en Suecia, son hoy pan de cada día y, poco a poco, empiezan a ganar más visibilidad en la vida cotidiana de las personas y en las agendas políticas nacionales e internacionales. El futuro de la vida en planeta está, necesariamente, ligado a las acciones que se tomen, colectivamente, para dar debida protección a los recursos naturales. Ello puede implicar tomar decisiones que cambien, de manera profunda, nuestros hábitos y nuestra forma de vida en lo referente al consumo que es, en últimas, el combustible que mueve al capitalismo.
El Arte y la Cultura
El abordaje de dos categorías tan complejas como estas, implica una mirada amplia y lo más desprovista posible de ideas fijas y prejuicios. A lo largo de la historia, el arte ha reflejado el momento particular que viven las naciones, convirtiéndose así en un termómetro de la vida social, cultural y política de su tiempo. Es gracias a los artistas -escritores, poetas, pintores, escultores, compositores, actores, bailarines, fotógrafos o arquitectos- que hemos podido conocer con mayor profundidad los vericuetos del espíritu humano en momentos en que la humanidad afronta sus más profundas crisis. Los movimientos artísticos recogen, de un modo u otro, el sentimiento de una generación o de un grupo determinado de personas y lo plasman en un soporte, en una melodía o en un libro para dejar testimonio de lo que la historia hace en la consciencia colectiva de los pueblos. No corresponde aquí entrar a analizar casos concretos, pero los ejemplos abundan y, en general, toda apreciación de una obra artística puesta en función de la perspectiva histórica, permite una lectura de esta naturaleza.
Es verdad que algunos teóricos y representantes de ciertas vanguardias artísticas suelen objetar que el arte no tiene función social o histórica alguna, en defensa del argumento aquel de “el arte por el arte”, pero es innegable que una mirada a las expresiones artísticas de cualquier tiempo nos da una idea de qué está sucediendo y, de alguna manera, cuál es la posición del hombre frente a ello. Incluso artistas contemporáneos como Banksy, que prefiere no ser identificado y cuya obra resulta altamente disruptiva, entre otras cosas, por el hecho de sacar el arte de las galerías y museos para plasmarlo en cualquier pared de las calles de Europa o el Medio Oriente, nos habla de las contradicciones y discursos vigentes en este momento histórico de la humanidad. Igual que en los años veinte, hace ya casi un siglo, el arte vuelve a tomar un carácter político e influenciado por los movimientos y cambios sociales. Se perciben narrativas apocalípticas, ya no orientadas por las guerras mundiales, sino por una realidad aplastante en la que convergen diversos conflictos del individuo.
Sé, sin embargo, que todo intento por hablar del arte no es más que un punto de vista subjetivo y, por ello, si quisiera elaborar aquí un tratado a este respecto, seguramente me dirigiría a un experto. Pero, dado que este es un trabajo -ante todo- de reportería histórica, asumo el riesgo de contar mi propia percepción de las cosas para sentar la posición que tengo. El arte, como todas las demás expresiones del espíritu humano, experimenta la irrupción de la tecnología no solo como medio para la producción de obra sino, también, como un nuevo elemento en la vida cotidiana. Por esa razón, es común ver en festivales y bienales artísticas obras que hacen uso de pantallas, computadores, sistemas de sonido, luces láser, máquinas, redes u ondas electromagnéticas, entre muchas otras, para expresar lo que piensa el autor. Pese a que los artistas siguen haciendo uso de los soportes tradicionales, como el óleo, la madera, el plástico, etc., la exploración de nuevas técnicas y procedimientos, de nuevos medios para generar diferentes sensaciones en el observador, es un factor común que refuerza la idea de que arte no es solo representación sino, ante todo, sensación.
Este arte de las sensaciones permite, pues, todo tipo de técnicas y métodos independientemente del resultado estético que obtienen. La estética misma pasa a un segundo lugar o empieza a hablarse de otro tipo de estéticas más asociadas con la representatividad que hace de otros sentimientos humanos, hoy en día, más aceptados que antes. Es así que, actualmente, podemos hablar de diversas estéticas, de la fealdad o de la pobreza, por ejemplo, que anteponen otros criterios a las ideas tradicionales de belleza o armonía. Que exista un fenómeno como este no es poca cosa ya que, el hecho de que se redefinan los patrones y se reconozca que existen otras formas de belleza, legitima los discursos de diversos grupos socioculturales, tradicionalmente ignorados e incluso segregados como los de la población LGTBI, el feminismo en todas sus variantes, los inmigrantes, las negritudes o las culturas indígenas, entre muchas otras que conviven en el seno de nuestras comunidades. El arte en nuestros días parece tener cada vez menos de representación y mucho más de expresión subjetiva, con lo cual las formas se van transformando en lenguajes cada vez más complejos y, quizá por ello, más alejados del público.
Esto, no obstante, también conduce a la implantación y popularización de esos mismos lenguajes, con lo cual se da origen a otros mensajes y otras formas de comunicación. Hace poco más de 500 años nadie podía imaginar que la gente lograra comunicarse de un modo distinto a la palabra oral, sin embargo, la imprenta dio origen a toda una nueva forma de comunicarse, de manera escrita, y popularizó grandes invenciones humanas como la literatura o la poesía y puso en marcha transformaciones sociales de la talla de la educación. Lo mismo ocurrió con la radio, el cine, la televisión y ahora está ocurriendo con la Internet. El lenguaje que hablan los internautas está lleno de nuevas palabras -gif, meme, chat, tbt, blockchain, etc.- que, a su vez, transforman el modo en que nos comunicamos. El arte se sirve de esos nuevos lenguajes y produce obras que dan cuenta de la inmediatez, la sencillez de los contenidos o la complejidad de las formas, que caracterizan el modo de pensar de quienes vivimos en el siglo XXI.
Por otra parte, el hecho de que la alianza entre arte -en su sentido puramente expresivo- y tecnología, esté dando voz a todas las personas, también abre paso a hibridaciones de todo tipo en las que los límites se vuelven difusos y así artistas, artesanos, músicos cultos y populares, escritores reconocidos y amateurs encuentren lugares comunes en las estéticas que favorece el mercado o en plataformas tecnológicas como los blogs, los podcasts o los videos, donde son igualmente valorados por el público y sus obras consumidas ya sea masiva o exclusivamente. La valoración del arte pasa, ahora, por otros elementos como los circuitos culturales en los que cada artista produce o las industrias culturales que lo agencian. Así el arte, no solo como expresión estética sino también como expresión cultural de una época y un lugar determinados, al mismo tiempo puede representar y ser vehículo de nuevos lenguajes que cambian la forma en que los humanos ven el mundo.
Una mirada rápida a las nuevas tendencias musicales y plásticas, al cine que la gente consume mayoritariamente, a las instalaciones y expresiones performáticas o dancísticas, a la literatura que se está produciendo y a las formas en que todas estas expresiones se están consumiendo -en visitas virtuales a los principales museos del mundo, en salas de cine que proyectan óperas, zarzuelas y espectáculos de ballet o danza contemporánea, en videos completos que se descargan y se llevan a todas partes en el teléfono inteligente, en listados de música y video en streaming, en tabletas electrónicas y dispositivos Kindle, etc.- nos muestra que el arte y las demás expresiones culturales ya salieron de los lugares que, hegemónicamente se habían arrogado el derecho de ser los “guardianes de la estética, la técnica y el buen gusto”, y ahora van con nosotros a todas partes. Las implicaciones de esto ya se están viendo, la expresión artística salió de las academias y quedó en manos de la gente. Asistimos a una especie de arte DIY -Hágalo usted mismo-, como usted quiera, desde su celular, desde su ordenador portátil, difúndalo en sus redes sociales, mantenga su propia comunidad de seguidores y deje que los “me gusta” validen, una y otra vez, su posición. Qué importa la crítica si, hoy en día, todo se vale. Al fin de cuentas, el único juez con autoridad para aprobar o rechazar lo que usted hace es el mercado, pero ya no solo ese que monetiza sus creaciones, también aquel de la masa informe de pantallas táctiles y dispositivos portátiles que inundan, inevitablemente, nuestra cotidianidad.