Si el mundo ha de operar en línea, también debe hacerlo su economía. Alguien podrá objetar que eso ocurre actualmente, la banca funciona en línea, sus principales actividades pueden controlarse desde la comodidad de un teléfono inteligente o desde un ordenador en la oficina o en casa. Los tiempos de la bolsa de valores, llena de corredores comprando y vendiendo desesperadamente, a grito herido, son cosa del pasado. Hoy en día, las operaciones se desarrollan -no sin cierta adrenalina- pero a través de sistemas y programas que permiten hacer y controlar las transacciones más ordenadamente. Sin embargo, el dinero sigue siendo el mismo. Es verdad que, a lo largo de la historia, ha sufrido ciertas transformaciones -de representar su valor en oro a ser un trozo de papel en el que confiamos porque creemos en la solidez de la economía del país que lo emite- y que ahora son, básicamente, cifras que suben y bajan en el reporte electrónico de nuestra cuenta bancaria, pero en esencia, sigue siendo lo mismo: un símbolo.
Pero, como todo símbolo, su valor es abstracto. Eso lo hace tremendamente inestable y conduce a situaciones críticas como la que generó el Banco Nacional de Suiza, a comienzos de 2015, cuando decidió eliminar el tipo de cambio mínimo del franco frente al euro para proteger su moneda. De la noche a la mañana, muchas personas en toda Europa, que tenían sus ahorros en bancos de ese país, perdieron grandes cantidades de dinero a causa de la medida. Y no fue por una guerra, una pandemia o una quiebra masiva, nada más una decisión gubernamental. Pero ese fue solo un fenómeno de tantos, cada determinado tiempo se presenta otra eventualidad -una burbuja financiera, una crisis petrolera, etc.- y, con esta, vienen nuevas afectaciones a la economía del mundo. De modo que la estabilidad del dinero, tal y como lo concebimos hoy en día, es bastante relativa y presentará un colapso global en cualquier momento.
Sin embargo, creemos en el dinero porque no hay más alternativas. Ponemos en él todas nuestras expectativas de vida. Desde niños nos damos cuenta que el mundo se mueve al ritmo que él impone, si hay dinero hay comida, ropa, zapatos, vacaciones y bienestar, en general. Si carecemos de él hay restricciones y sufrimiento. De modo que nos acostumbramos a pensar en la vida casi como un periodo de tiempo en el que debemos producir dinero. Admiramos a quienes tienen vidas excitantes, plenas de lujos y viajes, de sexualidad desenfrenada y estatus, no necesariamente porque veamos calidad de vida en ello, sino porque tienen dinero. Tener dinero es el símbolo de esa vida a la que aspiramos. Y en obtenerlo, muchas veces por cualquier medio, invertimos la mayor parte de nuestros esfuerzos. Pero el dinero no es el fin, es el medio, una herramienta para hacer intercambios más sencillos. En algún lugar de nuestra historia empezamos a pensar que hacer enormes fortunas era la meta y, así, hoy en día, muchas cosas se hacen por el puro placer de conseguir esos trozos de papel o de metal que, como nos ha demostrado la historia, de un momento a otro pueden perder su valor y terminar siendo nada. Esto sólo cambiaría si el dinero estuviera respaldado por algo que tuviera un valor real, tal y como era hasta que los Estados Unidos derogaron “el patrón oro”, en el que el valor de la unidad monetaria estaba fijado en términos de una determinada cantidad de ese metal, durante el gobierno de Richard Nixon.
Como se dijo anteriormente, el valor que conferimos al dinero viene de la confianza que todos depositamos en él. Es verdad que tampoco se nos han presentado alternativas distintas, de modo que no tenemos más remedio que suscribir ese acuerdo social tácito, simplemente hacemos negocios en una moneda determinada porque confiamos en la solidez de las economías que representan. Nada más. En teoría, hasta las más recientes burbujas especulativas, las grandes cantidades de dólares y euros que se movían estaban conectadas con el Producto Interno Bruto, PIB, del país que emitía la moneda. Hoy en día, es muy difícil saber el monto real de moneda que está fluctuando. De cualquier modo, preferimos los dólares o los euros a los bolívares o los balboas, solo porque sabemos que están respaldados por países cuya estabilidad política, y por lo tanto económica, no ofrece mayores riesgos. No obstante, en tiempos en que los bancos centrales de algunas naciones recompran créditos con nuevo dinero que ellos mismos emiten, a consecuencia de las crisis sucesivas, esa creencia en las “monedas estables” se desdibuja y pierde solidez. Sin embargo, amparado en ese acuerdo, el mundo se mueve, se mueven las empresas, los empleos, el comercio, las exportaciones, las importaciones y todos esos movimientos que constituyen la dinámica de la vida. Pero el dinero está controlado por los gobiernos nacionales que, a través de sus bancos centrales regulan la cantidad que circula entre la gente y, de esa manera, controlan a placer la especulación, la inflación y otros fenómenos asociados a la economía de las naciones. Esa intermediación es, entonces, al mismo tiempo buena y mala. Buena porque regula la economía, mala porque confiere un poder ilimitado a los gobiernos para decidir sobre la vida de la gente. ¿Y por qué ha de ser así? Por el modelo económico que impuso la modernidad, con cada transacción que hacemos favorecemos no solo la dinámica económica sino, también, el enriquecimiento de quienes manejan la industria y los negocios, además de la dominación de estos sobre todos los demás.
No creo que el mundo esté obligado a perpetuar esas relaciones de poder tan verticales. Hay que tener un principio de autoridad, pero en beneficio de la calidad de vida para todos, no para enriquecer a unos y empobrecer a otros. Entonces, hay que desmontar ese poder basado en la economía, y la manera de hacerlo, es interviniendo las transacciones. No con revoluciones ni violencia, simplemente creando conciencia, generando un modo alternativo de transar para obtener los mismos bienes y servicios de un modo más equitativo. Si, colectivamente -por ejemplo, a través de una organización diferente como 5E- no le damos más poder a los organismos de siempre para ejercer un control sobre nuestras transacciones y, por tanto, sobre nuestra economía, iremos creando las condiciones para que en un futuro lejano el mundo sea más justo.
Es aquí donde cobra sentido la criptomoneda, un medio digital de intercambio que utiliza la criptografía -o escritura oculta- para asegurar las transacciones y evitar la emisión incontrolada de nuevas unidades de una criptografía particular. En suma, una moneda digital segura e infalsificable, no controlada por los gobiernos ni los bancos centrales, sino por el conjunto de usuarios que la movilizan. De esta manera, tendríamos una herramienta distinta para el intercambio de valores, sólo faltaría definir un “valor real” que respalde la herramienta y así asegurar que las transacciones blockchain no estén vacías, al igual que el dinero común, únicamente respaldado por la confianza.
Las criptomonedas como unidades de transacción alrededor el mundo ya existen. Las más comunes que se encuentran hoy en día -Bitcoin, Ethereum, Litecoin y Ripple, entre otras- se mueven gracias a la confianza de sus usuarios y son aceptadas para hacer negocios de diversa índole. En ese sentido, un sector de la opinión pública también las asocia con negocios ilegales, dada su difícil trazabilidad en el “mundo real”, pero ello es solo un aspecto menor y, a través de los eventos blockchain, su funcionamiento es totalmente transparente. No se trata, por otra parte, de crear una nueva criptomoneda para la Red, se puede usar cualquiera de las ya existentes, lo novedoso del sistema es que el valor de la unidad que utilicemos no va a estar dado únicamente por la confianza de los usuarios, sino por el trabajo que previamente estos realizarán para acreditar sus cuentas. Para que esto sea posible, es necesario que todos los usuarios de la Red acojan la criptomoneda elegida. En un principio, seguramente los países y bancos no van la van a aceptar como una moneda real. Sólo con el tiempo, cuando no sea posible seguir ignorando su desarrollo, van a asumirla como tal. Y cuando esto suceda, con el respaldo que tendrá en el trabajo efectivamente realizado para la Red, habrá un modelo más honesto que aquel en el que las divisas están soportadas en el PIB porque se tratará de un valor real, no del balance general de un gobierno.
Otra ventaja de las criptomonedas es que, eliminando la intermediación financiera de los gobiernos, también se limitaría esa relación de poder que ejercen, con base en el control de las transacciones, sobre la gente. Hay que recordar que lo que aquí propongo no es ningún tipo de anarquía, ya que los gobiernos aún son necesarios como organismos para el control de los estados. En el nuevo modelo, cada país seguirá funcionando como una comunidad independiente, pero para las decisiones más relevantes, tendrán siempre a la Red para determinar la última palabra. Probablemente, en el futuro los países tiendan a desaparecer y las fronteras entre unos y otros se hagan cada vez más difusas, producto de los cambios mismos de la historia, pero por el momento, la organización política mundial se basa en la idea del estado nación y su respectivo gobierno. No obstante, en este contexto, lo que no puede ser permitido, es la deformación de las funciones gubernamentales a través de fenómenos como la corrupción que, especialmente en el tercer mundo, obedece al control del dinero de un país. A fin de prevenir este fenómeno, la Red 5E implementará el sistema de filtros del que se habló en capítulos anteriores, en el que las personas que deban decidir en torno a un problema, serán siempre diferentes a fin de impedir cualquier conflicto de intereses. De esta manera el filtro será la garantía de un análisis transparente para llegar a soluciones, planes y ejecuciones apropiadas para cada problema.
El cambio partiría de entender que la economía del mundo es, actualmente, de tipo crediticio: un usuario aporta su dinero y, luego, obtiene un determinado bien o servicio a cambio. El que presta el servicio o vende ese bien confía en la solidez de la economía que respalda esos billetes, monedas o transacción electrónica con que se le está pagando. Pero todo es un simple acto de confianza. Si la economía basara el valor de esa unidad transaccional en el trabajo concreto que ese cliente, comprador o usuario haya realizado, previamente, en beneficio de la sociedad, las cosas serían diferentes porque habría un valor real respaldando la transacción. Dicho de otro modo, la economía no se basaría en el crédito -es decir, la confianza o credibilidad que manifestamos en los otros a través de unos billetes con determinado valor- sino en el débito, solo podríamos gastar aquello que, previamente, hayamos trabajado y que el sistema acreditaría en unidades de valor digital o criptomonedas.
El nuevo modelo económico de la Red 5E buscará romper el paradigma de que consumimos hoy con lo que ganaremos “a futuro”. Usaremos solamente lo que hemos ganado sin basarnos en la esperanza de éxitos o desarrollos por venir y, de paso, acabaremos con la especulación de los precios que un producto alcanzaría o los supuestos dividendos que un gran negocio podría rendir. Basaremos la economía en lo concreto. En este sentido, cada cosa que sea reconocida por los usuarios como valiosa para el sistema es, igualmente, valiosa para la sociedad. Si logramos alcanzar un punto de evolución social tal que toda actividad humana pueda ser reconocida como valiosa en unidades digitales de transacción comercial -incluidos el arte, la cultura, el entretenimiento, las labores domésticas y tantas otras que, hoy en día, son consideradas de menor valor social- habremos sido capaces de invertir los valores y hacer una sociedad más justa y ecuánime para todos.