En un contexto tan complejo como el que acabamos de ver en el "Estado de los cosas", con una mezcla tan variada de matices, razones e intereses personales y comunes, es inevitable pensar que nos encontramos ad portas de un cambio global de enormes proporciones. El termómetro de la historia muestra, cada determinado tiempo, cómo la situación de las naciones va llegando a límites insostenibles y, de un modo u otro, termina estallando en enormes revoluciones. El caso de Francia, previo al estallido de la Revolución, es ejemplarizante: los nobles, a mediados del siglo XVIII, vivían tan alejados de la difícil situación del pueblo, que siempre se recordará la historia de María Antonieta comentando, al enterarse de que la gente protestaba porque no tenía harina para fabricar el pan, “si no tienen pan, que coman pasteles”. Años después estallaría la Revolución Francesa, que no solo acabaría con la vida de muchos nobles, sino que aboliría la monarquía y daría origen a la república, hoy en día la forma de gobierno oficial de muchos países alrededor del mundo. En la actualidad, sin que se hable de ello abiertamente, los privilegios de un amplio sector del primer mundo, son completamente ajenos a la situación de millones de personas en diferentes partes del planeta, donde se vive en la miseria y la esclavitud, solo que ahora bajo la figura de la mano de obra barata para las compañías multinacionales. El privilegio o la carencia ya no vienen únicamente por el linaje o la familia, sino por haber nacido en un país del primer, el segundo o el tercer mundo, según la clasificación que se estableció durante La Guerra Fría y que, hoy en día, aún se usa para determinar las naciones con un alto índice de desarrollo humano.
Mientas se escriben estas letras, el mundo se encuentra confinado por efecto del coronavirus, la economía del planeta amenaza con sufrir una crisis significativa debido al cierre de los mercados, que ha obligado a la humanidad a consumir únicamente las cosas esenciales para su supervivencia: comida y medicamentos. En tanto la ciencia no logre encontrar una vacuna eficaz para hacernos inmunes al virus, las medidas que se tomen únicamente servirán para controlar su expansión y seguiremos siendo particularmente vulnerables a la muerte. Muchos estudiosos y personas del común, piensan que este es el primer fenómeno global del siglo XXI, después del cual, el mundo no va a ser el mismo, no solo por efecto de la crisis de salud o sus consecuencias económicas, sino porque va a cambiar nuestra forma de relacionarnos. Probablemente, a partir de ahora, tendremos que empezar a cuidar nuestras distancias sociales, habrá que controlar los contactos personales -no solo íntimos o familiares- sino en medio de situaciones públicas, como el simple hecho de saludar. El virus nos arroja, una vez más, a los dominios de la tecnología. A ese respecto, algunas teorías conspirativas especulan que el COVID-19 se propaga más fácilmente en regiones donde ya se ha implementado el 5G, dado que la radiación de los equipos, presumiblemente, afecta las defensas de las personas. Por supuesto, aún no es posible verificar la veracidad de estas teorías, pero sí nos dan una idea de cómo sectores de la sociedad relacionan crisis y tecnología.
Es este el contexto en el que nace esta propuesta. En la invitación a pensar, a dudar acerca de la realidad tal y como se nos presenta. Siempre hemos hecho las cosas de la misma manera y, por eso, pensamos que están bien, que son lo correcto. Asumimos el orden actual como si fuera una ley única e incontrovertible, pero queremos imaginar un mundo distinto, con otras formas de hacer las cosas sin aprovecharnos unos de otros. Un mundo en el que los elementos estén al servicio de la humanidad y no al revés, en el que las tecnologías de la información y la comunicación sean mucho más que meras herramientas para facilitar la vida del hombre, un mundo en el que estas sean, al mismo tiempo, un medio y un principio organizador. En este ideal, tecnología y comunicaciones se unen en un mismo circuito dinámico para hacer circular la información que requiere la sociedad. El resultado es una amalgama de medios y mensajes donde tienen lugar las instituciones sociales: la familia, la educación, la economía, la democracia y la religión. Estas, en su conjunto, determinan los valores generales que rigen la vida humana. Propongo, entonces, que, asumiendo el papel primordial de la tecnología y la comunicación en la vida social, se promueva un modelo de organización global en el que todos los aspectos de la vida estén oficialmente conectados en red, sin un mando central, y con un poder distribuido en todos los usuarios para decidir colectivamente y optimizar el desarrollo de la humanidad en igualdad de condiciones para todos. A continuación, se exponen los primeros elementos que, a mi juicio, deben ser tenidos en consideración para diseñar el modelo y ponerlo en marcha. Sé que es aún una idea incipiente, pero cuento con que el paso del tiempo permitirá ir sumando nuevos miembros a esta causa para enriquecer su filosofía, su diseño y, ojalá, también su implementación.